viernes, 30 de marzo de 2012

LA FURIA Y LA TRISTEZA

Haciéndose compañía, llegaron una vez la tristeza y la furia a un
estanque mágico para bañarse. Cuando estaban junto al agua, se quitaron
sus ropas y desnudas entraron a bañarse. La furia apurada como
siempre, inquieta sin saber porqué, se bañó y rápidamente salió del
estanque. Pero como la furia es casi ciega, se puso la primera ropa que
encontró que no era la suya sino la de la tristeza.

Vestida de tristeza, la furia se fue como si nada pasara. La
tristeza, tranquila y serena, tomándose el tiempo del tiempo, como si no
tuviera ningún apuro -porque nunca lo tiene- mansamente se quedó en el
agua bañándose mucho rato y cuando terminó, quizás aburrida del agua,
salió y se dio cuenta de que no estaba su ropa. Si hay algo que a la
tristeza no le gusta es quedar al desnudo. Entonces se puso la ropa de
la furia, la única ropa que había y así vestida de furia siguió su
camino.

Cuentan que a veces, cuando uno ve al otro furioso, cruel, despiadado y

ciego de ira, parece que estuviera enojado, pero si uno se fija con
cuidado, se da cuenta de que la furia es un disfraz y que detrás de esa
furia salvaje se esconde en realidad la tristeza.

Tomado del libro "26 Cuentos para pensar" del psicólogo humanista
Jorge Bucay.
http://miscosas.espanaforo.com/t30-la-furia-y-la-tristeza 

jueves, 29 de marzo de 2012

LAS MANOS





En la sala de profesores estábamos comentando las rarezas de Céspedes, el nuevo colega, cuando alguien, desde la ventana, nos avisó que ya venía por el jardín.

Nos callamos, con las caras atentas. Se abrió la puerta y por un instante la luz plateada de la tarde flameó sobre los hombros de Céspedes.
Saludó con una inclinación de cabeza y fue a firmar. Entonces vimos que levantaba dos manos erizadas de espinas.
Trazó un garabato y sin mirar a nadie salió rápidamente.
Días más tarde se nos apareció en medio de la sala, sin darnos tiempo a interrumpir nuestra conversación. Se acercó al escritorio y al tomar el lapicero mostró las manos inflamadas por las ampollas del fuego.
Otro día -ya los profesores nos habíamos acostumbrado a vigilárselas- se las vimos mordidas, desgarradas. Firmó como pudo y se fue.
Céspedes era como el viento: si le hablábamos se nos iba con la voz.
Pasó una semana. Supimos que no había dado clases. Nadie sabía donde estaba. En su casa no había dormido.
En las primeras horas de la mañana del sábado una alumna lo encontró tendido entre los rododendros del jardín. Estaba muerto, sin manos. Se las habían arrancado de un tirón.
Se averiguó que Céspedes había andado a la caza del arcángel sin alas que conoce todos los secretos. Quizá Céspedes estuvo a punto de cazarlo en sucesivas ocasiones. Si fue así, el arcángel debió de escabullirse en sucesivas ocasiones. Probablemente el arcángel creó la primera vez un zarzal, la segunda una hoguera, la tercera una bestia de fauces abiertas, y cada vez se precipitó en sus propias creaciones arrastrando las manos de Céspedes hasta que él, de dolor, tuvo que soltar. Quizá la última vez Céspedes aguantó la pena y no soltó; y el arcángel sin alas volvió humillado a su reino, con manos de hombre prendidas para siempre a sus espaldas celestes.
¡Vaya a saber!


Enrique Anderson Imbert

EXISTE UN HOMBRE QUE TIENE LA COSTUMBRE DE PEGARME CON UN PARAGUAS EN LA CABEZA

 

Por Fernando Sorrentino:

Existe un hombre que tiene la costumbre de pegarme con un paraguas en la cabeza. Justamente hoy se cumplen cinco años desde el día en que empezó a pegarme con el paraguas en la cabeza. En los primeros tiempos no podía soportarlo; ahora estoy habituado.
No sé cómo se llama. Sé que es un hombre común, de traje gris, levemente canoso, con un rostro vago. Lo conocí hace cinco años, en una mañana calurosa. Yo estaba leyendo el diario, a la sombra de un árbol, sentado pacíficamente en un banco del bosque de Palermo. De pronto, sentí que algo me tocaba la cabeza. Era este mismo hombre que, ahora, mientras estoy escribiendo, continúa mecánicamente e indiferentemente pegándome paraguazos.
En aquella oportunidad me di vuelta lleno de indignación (me da mucha rabia que me molesten cuando leo el diario): el siguió tranquilamente aplicándome golpes. Le pregunté si estaba loco: ni siquiera pareció oírme. Entonces lo amenace con llamar a un vigilante: e imperturbable y sereno, continuó con su tarea. Después de unos instantes de indecisión y viendo que no desistía de su actitud, me puse de pie y le di un terrible puñetazo en el rostro. Sin duda, es un hombre débil: sé que, pese al ímpetu que me dictó mi rabia, yo no pego tan fuerte. Pero el hombre, exhalando un tenue quejido, cayó al suelo. En seguida, y haciendo al parecer, un gran esfuerzo, se levantó y volvió silenciosamente a pegarme con el paraguas en la cabeza. La nariz le sangraba, y, en ese momento, no sé por qué, tuve lástima de ese hombre y sentí remordimientos por haberle pegado de esa manera. Porque, en realidad, el hombre no me pegaba lo que se llama paraguazos; más bien me aplicaba unos leves golpes, totalmente indoloros. Claro está que esos golpes son infinitamente molestos. Todos sabemos que, cuando una mosca se nos posa en la frente, no sentimos dolor alguno: sentimos fastidio. Pues bien, aquel paraguas era una gigantesca mosca que, a intervalos regulares, se posaba, una y otra vez, en mi cabeza. O, si se quiere, una mosca del tamaño de un murciélago.
De manera que yo no podía soportar ese murciélago. Convencido de que me hallaba ante un loco, quise alejarme. Pero el hombre me siguió en silencio, sin dejar de pegarme. Entonces empecé a correr (aquí debo puntualizar que hay pocas personas tan veloces como yo). Él salió en persecución mía, tratando infructuosamente de asestarme algún golpe. Y el hombre jadeaba, jadeaba, jadeaba y resoplaba tanto, que pensé que, si seguía obligándolo a correr así, mi torturador caería muerto allí mismo.
Por eso detuve mi carrera y retomé la marcha. Lo miré. En su rostro no había gratitud ni reproche. Sólo me pegaba con el paraguas en la cabeza. Pensé en presentarme en la comisaría, decir: "Señor oficial, este hombre me está pegando con un paraguas en la cabeza." Sería un caso sin precedentes. El oficial me miraría con suspicacia, me pediría documentos, comenzaría a formularme preguntas embarazosas, tal vez terminaría por detenerme.
Me pareció mejor volver a casa. Tomé el colectivo 67. Él, sin dejar de golpearme, subió detrás de mí. Me senté en el primer asiento. Él se ubicó, de piel, a mi lado: con la mano izquierda se tomaba del pasamanos; con la derecha blandía implacablemente el paraguas. Los pasajeros empezaron por cambiar tímidas sonrisas. El conductor se puso a observarnos por el espejo. Poco a poco fue ganando al pasaje una gran carcajada, una carcajada estruendosa, interminable. Yo, de la vergüenza, estaba hecho un fuego. Mi perseguidor, más allá de las risas, siguió con sus golpes.
Bajé -bajamos- en el puente del Pacífico. Íbamos por la avenida Santa Fé. Todos se daban vuelta estúpidamente para mirarnos. Pensé en decirles: "¿Qué miran, imbéciles? ¿Nunca vieron a un hombre que le pegue a otro con un paraguas en la cabeza?" Pero también pensé que nunca habrían visto tal espectáculo. Cinco o seis chicos nos empezaron a seguir, gritando como energúmenos.
Pero yo tenía un plan. Ya en mi casa, quise cerrarle precipitadamente la puerta en las narices. No pude: él, con mano firme, se anticipó, agarró el picaporte, forcejeo un instante y entró conmigo.
Desde entonces, continúa golpeándome con el paraguas en la cabeza. Que yo sepa, jamás durmió ni comió nada. Simplemente se limita a pegarme. Me acompaña en todos mis actos, aun en los más íntimos. Recuerdo que, al principio, los golpes me impedían conciliar el sueño; ahora, creo que, sin ellos, me sería imposible dormir.
Con todo, nuestras relaciones no siempre has sido buenas. Muchas veces le he pedido, en todos los tonos posibles, que me explicara su proceder. Fue inútil: calladamente seguía golpeándome con el paraguas en la cabeza. En muchas ocasiones le he propinado puñetazos, patadas y -Dios me perdone- hasta paraguazos. Él aceptaba los golpes mansamente, los aceptaba como una parte más de su tarea. Y este hecho es justamente lo más alucinante de su personalidad: esa suerte de tranquila convicción en su trabajo, esa carencia de odio. Esa, en fin, certeza de estar cumpliendo con una misión secreta y superior.
Pese a su falta de necesidades fisiológicas, sé que, cuando lo golpeo, siente dolor, sé que es débil, sé que es mortal. Sé también que un tiro me libraría de él. Lo que ignoro es si, cuando los dos estemos muertos, no seguirá golpeándome con el paraguas en la cabeza. Tampoco sé si el tiro debe matarlo a él o matarme a mí. De todos modos, este razonamiento es inútil: reconozco que no me atrevería a matarlo ni a matarme.
Por otra parte, últimamente he comprendido que no podría vivir sin sus golpes. Ahora, cada vez con mayor frecuencia, tengo un presentimiento horrible. Una profunda angustia me corroe el pecho: la angustia de pensar que, acaso cuando más lo necesite, este hombre se irá y yo ya no sentiré esos suaves paraguazos que me hacían dormir tan profundamente.


Fuente: SORRENTINO, FERNANDO, Imperios y servidumbres. Barcelona, Seix Barral, 1972 (págs. 11-14)

MALVINAS: La Pos Guerra: Una dura batalla

lunes, 12 de marzo de 2012

EL MILAGRO DE MILÁN - IL MIRACOLO A MILANO



En la historia del mundo siempre han quedado registrados eventos cuyas explicaciones siguen estado pendientes hasta el día de hoy y que son considerados por algunos como simples hechos fortuitos atribuidos a la coincidencia, mientras que otro sector los considera como reales milagros influenciados por la acción divina.

Sea cual sea la creencia común, es indudable que estos eventos marcaron un hito imborrable en el recuerdo de la comunidad afectada; la cual hasta el día de hoy narra el suceso con alegría.

El milagro de Milán fue un hecho ocurrido el 14 y 15 de agosto de 1943, durante los años oscuros de la Segunda Guerra Mundial, en donde los infinitos bombardeos llevados a cabo por el área militar de la alianza sobre la ciudad causaron estragos que dejaron varios cientos de miles de heridos, muertos, desaparecidos y gente sin hogar. En aquel entonces Milán era, como en la actualidad, considerada como una ciudad simbólica en donde se concentraba un gran porcentaje de la historia del mundo, pues grandiosos representantes del arte habían vivido y trabajado allí, creando maravillosas obras. Un claro ejemplo de ello fue Leonardo Da Vinci uno de los más famosos hombres de todos los tiempos y que creo uno de los cuadros más reconocidos en todo el globo: La última Cena, obra pintada en un refectorio del convento milanés de Santa María delle Grazie entre los años 1495 y 1497. Cuenta la historia que después de que las tropas del Eje fueron expulsadas del norte de áfrica, el siguiente objetivo de la alianza fue el de conquistar Italia y para ello realizaron diversas campañas de bombardeo previo a la incursión terrestre. Lo que ocurrió fue que en esas fechas, durante el 14 y 15 de agosto de 1943, se decidió bombardear Milán, pero sólo en el sector industrial de la ciudad; el problema ocurrió cuando, por un error de cálculo, las bombas cayeron sobre el centro histórico —en donde estaba el convento de Santa María— y destruyeron prácticamente todo. Como era de esperarse, el recinto también sufrió graves daños e incluso se llegó a pensar que se debía demoler, mas lo que causó conmoción entre los ciudadanos sobrevivientes fue que, a pesar de haber sido destruida en más de un 60%, una de las pocas paredes que sobrevivió y quedó intacta —a pesar de que una bomba incendiaria cayó a pocos metros y quemó todo a su alrededor— fue precisamente en la que Leonardo Da Vinci había decidido crear su obra maestra.
Hasta el día de hoy existen muchos quienes achacan este suceso a un milagro del cielo, aunque también hay otro grupo menos creyente que opina que sólo fue una coincidencia. En lo que coinciden es que cual fuere que sea la verdad, lo importante es que dicha pieza de arte mundial todavía se preserva para el deleite de todos.