Domingo 22 de abril de 2012 - HISTORIAS DE VIDA
Guiragós Merzifounian: La última voz del Holocausto Armenio
Cuando el gobierno turco decidió limpiar de armenios su tierra, Guiragós
Merzifounian tenía apenas cinco años. Casi toda su familia murió víctima de las
deportaciones forzadas, obligada como tantos otros a atravesar a pie el
desierto, sin comida y sin agua. A los 102 años, este vecino porteño,
convertido en uno de los últimos sobrevivientes de la masacre que en 1915 se
cobró1.500.000 vidas, mantiene viva la memoria de su pueblo.
Por Hernán Dobry | Para LA NACION
Golpearon la puerta con violencia. Nadie respondió. Dentro de la casa, los
Merzifounian sabían que su inevitable destino los acechaba, pero ninguno quería
verle la cara. Era una tarde de abril de 1915, en Kayseri, en el centro de
Turquía, cuando cuatro hombres armados ingresaron en la sala y los obligaron a
empacar sus pertenencias para marcharse de la ciudad.
Ese mismo mes, el 24 de abril de 1915, el gobierno de los Jóvenes Turcos
había decidido oficializar lo que ya se venía haciendo sin declaraciones:
limpiar de armenios el territorio turco. Una decisión política implementada con
tal brutalidad que las masacres, las deportaciones forzadas y las marchas de
familias enteras por el desierto en condiciones extremas dejaron un saldo de un
millón y medio de muertos, en lo que se conoce como el primer holocausto del
siglo XX.
Los Merzifounian, comerciantes armenios, ya habían sentido el azote de esa
tragedia colectiva: unos meses antes, se habían llevado a todos los hombres
adultos de la familia a hacer trabajo esclavo para el gobierno de los Jóvenes
Turcos. Nunca más volverían a verlos. Entre ellos, se encontraba el padre de
Guiragós Merzifounian.
Por eso, seguramente, aquella tarde de abril de 1915, frente al pelotón que
los apuntaba, el niño de tan sólo cinco años miró a los hombres armados y se
aferró a su abuela pensando que era el final. No podía imaginar entonces que
llegaría a cumplir 102 años en un lugar del que aún nunca había oído hablar, la
Argentina. Y que él sería uno de los pocos sobrevivientes del genocidio de su
pueblo que aún pueden contar lo ocurrido.
Se lo ve ansioso, con ganas de narrar su historia, tanto que empieza a
hablar sin mediar ninguna pregunta. Cada recuerdo lo exalta y relata los hechos
con tantos detalles que pareciera que todo hubiera ocurrido ayer. Se acomoda en
el sillón del living de su casa en Villa Urquiza, rodeado de fotos de su
familia, mientras su esposa, Meliné, de 89 años, también de familia armenia, le
trae café y le pide que no se exalte demasiado.
Otra familia, en otra casa, hace tantísimos años, también intentó cuidarlo.
Sus tías y abuelos juntaron todo lo que pudieron y lo colocaron sobre los
caballos, para emprender el exilio forzado, una de esas marchas extenuantes por
el desierto que fueron trampa mortal para miles de hombres, mujeres y niños. "Pusimos
las frazadas dentro de las alfombras e hicimos cuatro paquetes y los cargamos
sobre los animales. Yo iba en un bolsón sobre el caballo porque no podía
caminar tanto", recuerda.
Durante horas, nadie les decía adónde los llevaban, hasta que cerca de la
medianoche, les ordenaron que se detuvieran. Estaban en medio del desierto,
extenuados, hambrientos y con frío. Les dijeron que esperaran allí. Pero no
volvieron más. Cuando se dio cuenta de la trampa, desesperada, la abuela
decidió salir en busca de ayuda. "¿Hay algún humano para ayudarnos?",
preguntó la abuela, ya exhausta, tras una hora de caminata. "De la
oscuridad profunda, surgieron cinco armenios", dice Guiragós en Villa
Urquiza, pero el desierto de pronto parece estar tan cerca otra vez que los
ojos se le llenan de lágrimas, como le pasa todavía cada vez que recuerda los
peores momentos. Los hombres que respondieron al llamado eran armenios
obligados a trabajar como esclavos en la construcción de las nuevas vías del
ferrocarril hacia Alepo, Siria. Bajo su protección pasaron la noche, pero sus
vidas aún estaban en peligro ya que sus recientes protectores no podían
resguardarlos por mucho tiempo. "Si nos agarran, nos ahorcan a todos
-dijeron-. Los ponemos en el tren, cruzan la frontera y se salvan, porque allí
no hay turcos."
Pero tras el viaje en tren, ya en Siria, se dieron cuenta de que también
allí se encontraban en peligro. Los rumores de nuevos asesinatos de armenios
eran cada vez más fuertes. La misma población, la gente en las calles, era
hostil. Y ellos entendieron que ningún escondite sería suficiente. Debían irse
de Siria, pero hasta encontrar la salida, tendrían que pasar desapercibidos.
El sufrimiento, mientras tanto, terminó por socavar las fuerzas de la
familia. Primero falleció la madre , que tenía veinticuatro años, luego dos de
sus tías y, finalmente, su abuelo. Del grupo original, sólo quedaban su abuela,
una tía, Guiragós y uno de sus primos.
Para entonces, ya con siete años, Guiragós debió salir a colaborar con su
familia en medio de los bombardeos de la Primera Guerra Mundial. De los vagones
quemados en una estación de tren bombardeada por los ingleses, él y su primo
sacaban las cerraduras y bisagras que después se las arreglaban para vender en
los almacenes por centavos. Todavía recuerda ese aroma tan especial, el de la
comida que la abuela preparaba cada vez que le llevaban las monedas.
Una vez más se emociona, hace una pausa. A su alrededor, su mujer, Meliné,
con quien se casó en 1942, y sus hijos, Gregorio y Diana, la familia que formó
en Argentina y que ayudó a curar tantas de aquellas viejas heridas.
Con el avance de los británicos, los refugiados armenios recuperaron la paz
y la esperanza, ya que les prometieron que volverían a sus pueblos en el sur de
Turquía y que los ayudarían con alimentos. "Muchos tomaron los trenes con
la bandera armenia. Tocaban canciones alegres. Era la fiesta más grande después
de la matanza. Yo caminaba con ellos. Llegaron y sacaron a los turcos de las
casas. Cilicia estaba libre", evoca.
Merzifounian viajó a Constantinopla junto con su familia, donde
permanecieron cuatro años. Allí, vivió en el orfanato de unos compatriotas y
pudo comenzar a estudiar. Mientras tanto, su abuela partió en busca de otro de
sus hijos que estaba en un pueblo cercano y nunca más volvió a verla.
La persecucción, otra vez
En medio de tanto sufrimiento, jamás imaginó que presenciaría uno de los
hechos más felices de su vida: la independencia de Armenia, el 28 de mayo de
1918. "¡Qué alegría! Hubo una gran fiesta y tocaban música. Los armenios
nos reunimos en la plaza grande", recuerda, aunque sabe hoy lo que en
aquel momento ignoraba: que el regocijo duraría poco ya que, en 1922, las
tropas turcas ingresaron en Constantinopla (actual Estambul) al mando de
Mustafá Kemal Atatürk y comenzó una nueva persecución, igualmente salvaje. Para
el niño Guiragós no quedaron dudas: también prendieron fuego su orfanato.
Logró escapar con su primo y juntos llegaron a la isla de Corfú, en Grecia,
donde aprendió el oficio que lo acompañaría por el resto de sus días:
fabricante de calzados. Y fue allí también en donde la suerte -si puede
llamársela así- empezó a estar de su lado. Pocos meses después de llegar a
Grecia, un familiar que había huido a Francia logró encontrarlos y les escribió
para que volvieran a estar juntos. En Francia entonces, y otra vez en familia,
pudo rehacer su vida, trabajó en una estación de tren y en una zapatería, y ya
tenía dieciocho años cuando lo sorprendió la carta de otro primo que vivía en
la Argentina y le prometía enviarle el pasaje.
Desembarcó en Buenos Aires el 8 de julio de 1928 y, como no había nadie
esperándolo en el puerto, se subió a un mateo que lo llevó hasta la casa de su
primo, en Floresta, y se sentó a esperarlo. "El primer día me convidó vino
y pan dulce y al día siguiente, el 9 de julio, nos fuimos juntos al desfile
militar", dice con una sonrisa.
Fue en Buenos Aires donde Guiragós se convirtió en Guillermo, como lo
conoce la mayoría de los clientes de la zapatería que aún atiende su hijo en
Villa Urquiza.
Meliné, Gregorio y Diana siguen atentos el relato que han escuchado ya
tantas veces. Se acercan. Controlan que no se exalte. Le traen café y galletas
para que haga una pausa, algo imposible porque no hay nada que logre detenerlo,
especialmente cuando habla de Atatürk. Como si estuviera viéndolo en persona,
eleva la voz, se mueve verdaderamente inquieto. Lo mismo le pasa cuando
menciona el frustrado viaje del presidente turco Recep Tayyip Erdogan a Buenos
Aires en 2010, o cuando se mencionó la posibilidad de que le hicieran un
monumento al líder turco en Recoleta. "Era lo peor que podían haber
hecho", afirma. El año pasado, el fallo del juez Norberto Oyarbide que
acusó al Estado turco por el genocidio armenio, fue celebrado con ruidosa
alegría en su hogar.
Merzifounian nunca olvidó sus raíces ni lo que había vivido en su infancia
ni el doloroso recuerdo de sus padres y su abuela perdidos en la tragedia. El
sentimiento de injusticia que todavía está vivo en su corazón, y que sus hijos
y nietos comparten, mantiene viva también la memoria de su pueblo.
Por eso, durante décadas tuvo una cuenta pendiente: viajar a conocer
Armenia, algo que recién pudo saldar en 1972. Allí, sintió que había logrado
cerrar el círculo de su pasado y conocer el país con el que nunca había dejado
de soñar.
"Estaba en la capital, en la puerta de una biblioteca, y un señor me
preguntó: ?¿De dónde viene? De la Argentina. ?¿Desde dónde llegó?' De Francia.
?¿Desde dónde llegó allí?' De Grecia. ?¿Desde dónde?' De Constantinopla. ?¿En
Constantinopla, a dónde estabas?' En tal orfanato -concluye--. Me abrazó y nos
pusimos a llorar. Era
mi compañero de pieza."
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