El
capricho o imaginación o utopía de la Biblioteca Total
incluye ciertos rasgos, que no es difícil confundir con virtudes. Maravilla, en
primer lugar, el mucho tiempo que tardaron los hombres en pensar esa idea.
Ciertos ejemplos que Aristóteles atribuye a Demócrito y a Leucipo la prefiguran
con claridad, pero su tardío inventor es Gustav Theodor Fechner y su primer
expositor es Kurd Lasswitz. (Entre Demócrito de Abdera y Fechner de Leipzig
fluyen -cargadamente- casi veinticuatro siglos de Europa.) Sus conexiones son
ilustres y múltiples: está relacionada con el atomismo y con el análisis
combinatorio, con la tipografía y con el azar. En la obra El certamen con la
tortuga (Berlín, 1929), el doctor Theodore Wolff juzga que es una derivación, o
parodia, de la máquina mental de Raimundo Lulio; yo agregaría que es un avatar
tipográfico de esa doctrina del Eterno Regreso que prohijada por los estoicos o
por Blanqui, por los pitagóricos o por Nietzsche, regresa eternamente.
El
más antiguo de los textos que la vislumbran está en el primer libro de la
Metafísica de Aristóteles.
Hablo de aquel pasaje que expone la cosmogonía de
Leucipo: la formación del mundo por la fortuita conjunción de los átomos. El
escritor observa que lo átomos que esa conjetura requiere son homogéneos y que
sus diferencias proceden de la posición, del orden o de la forma. Para ilustrar
esas distinciones añade: "A difiere de N por la forma, AN de NA por el
orden, Z de N por la posición". En el tratado De la generación y
corrupción, quiere acordar la variedad de las cosas visibles con la simplicidad
de los átomos y razona que una tragedia consta de iguales elementos que una
comedia -es decir, de las veinticuatro letras del alfabeto.
Pasan
trescientos años y Marco Tulio Cicerón compone un indeciso diálogo escéptico y
lo titula irónicamente De la naturaleza de los dioses. En el segundo libro, uno
de los interlocutores arguye: "No me admiro que haya alguien que se
persuada de que ciertos cuerpos sólidos e individuales son arrastrados por la
fuerza de la gravedad, resultando del concurso fortuito de estos cuerpos el
mundo hermosísimo que vemos. El que juzga posible esto, también podrá creer que
si arrojan a bulto innumerables caracteres de oro, con las veintiuna letras del
alfabeto, pueden resultar estampados los Anales de Ennio. Ignoro si la
casualidad podrá hacer que se lea un solo verso."(1)
La
imagen tipográfica de Cicerón logra una larga vida. A mediados del siglo XVII,
figura en un discurso académico de Pascal; Swift, a principios del siglo XVIII,
la destaca en el preámbulo de su indignado Ensayo trivial sobre las facultades
del alma, que es un museo de lugares comunes -como el futuro Dictionnaire des
idées reçues, de Flaubert.
Siglo
y medio más tarde, tres hombres justifican a Demócrito y refutan a Cicerón. En
tan desaforado espacio de tiempo, el vocabulario y las metáforas de la polémica
son distintos. Huxley (que es uno de esos hombres) no dice que los
"caracteres de oro" acabarán por componer un verso latino, si los
arrojan un número suficiente de veces; dice que media docena de monos,
provistos de máquinas de escribir, producirán en unas cuantas eternidades todos
los libros que contiene el British Museum (2). Lewis Carroll (que es otro de los
refutadores) observa en la segunda parte de la extraordinaria novela onírica
Sylvie and Bruno -año 1893- que siendo limitado el número de palabras que
comprende un idioma, lo es asimismo el de sus combinaciones posibles o sea el
de sus libros.
"Muy pronto -dice- los literatos no se preguntarán, '¿qué
libro escribiré?', sino "¿cuál libro?".
"Lasswitz,
animado por Fechner, imagina la Biblioteca Total. Publica
su invención en el tomo de relatos fantásticos Traumkristalle.
La
idea básica de Lasswitz es la
de Carroll, pero los elementos de su juego son los
universales símbolos ortográficos, no las palabras de un idioma. El número de
tales elementos -letras, espacios, llaves, puntos suspensivos, guarismos- es
reducido y puede reducirse algo más. El alfabeto puede renunciar a la cu (que
es del todo superflua), a la equis (que es una abreviatura) y a todas las
letras mayúsculas. Pueden eliminarse los algoritmos del sistema decimal de
numeración o reducirse a dos, como en la notación binaria de Leibniz. Puede
limitarse la puntuación a la coma y al punto. Puede no haber acentos, como en
latín. A fuerza de simplificaciones análogas, llega Kurd Lasswitz a veinticinco
símbolos suficientes (veintidós letras, el espacio, el punto, la coma) cuyas
variaciones con repetición abarcan todo lo que es dable expresar en todas las
lenguas. El conjunto de tales variaciones integraría una Biblioteca Total, de
tamaño astronómico. Lasswitz insta a los hombres a producir mecánicamente esa
Biblioteca inhumana, que organizaría el azar y que eliminaría a la
inteligencia. (El certamen con la tortuga de Theodore Wolff expone la ejecución
y las dimensiones de esa obra imposible.)
Todo
estará en sus ciegos volúmenes. Todo: la historia minuciosa del porvenir, Los
egipcios de Esquilo, el número preciso de veces que las aguas de Ganges han
reflejado el vuelo de un halcón, el secreto y verdadero nombre de Roma, la
enciclopedia que hubiera edificado Novalis, mis sueños y entresueños en el alba
del catorce de agosto de 1934, la demostración del teorema de Pierre Fermat,
los no escritos capítulos de Edwin Drood, esos mismos capítulos traducidos al
idioma que hablaron los garamantas, las paradojas que ideó Berkeley acerca del
Tiempo y que no publicó, los libros de hierro de Urizen, las prematuras
epifanías de Stephen Dedalus que antes de un ciclo de mil años nada querrán
decir, el evangelio gnóstico de Basílides, el cantar que cantaron las sirenas,
el catálogo fiel de la Biblioteca, la demostración de la falacia de ese
catálogo. Todo, pero por una línea razonable o una justa noticia habrá millones
de insensatas cacofonías, de fárragos verbales y de incoherencias. Todo, pero
las generaciones de los hombres pueden pasar sin que los anaqueles vertiginosos
-los anaqueles que obliteran el día y en los que habita el caos- les hayan
otorgado una página tolerable.
Uno
de los hábitos de la mente es la invención de imaginaciones horribles.
Ha
inventado el Infierno, ha inventado la predestinación al Infierno, ha imaginado
las ideas platónicas, la quimera, la esfinge, los anormales números
transfinitos (donde la parte no es menos copiosa que el todo), las máscaras,
los espejos, las óperas, la teratológica Trinidad: el Padre, el Hijo y el
Espectro insoluble, articulados en un solo organismo... Yo he procurado
rescatar del olvido un horror subalterno: la vasta Biblioteca
contradictoria, cuyos desiertos verticales de libros corren el incesante albur
de cambiarse en otros y que todo lo afirman, lo niegan y lo confunden como una
divinidad que delira.
(1) No teniendo a la vista el original, copio la versión española de Menéndez y
Pelayo (Obras completas de Marco Tulio Cicerón, tomo tercero, p.88). Deussen y
Mauthner hablan de una bolsa de letras y no dicen que éstas son de oro; no es
imposible que el "ilustre bibliófago" haya donado el oro y haya
retirado la bolsa.
(2) Bastaría, en rigor, con un solo mono inmortal.